Como
casi todos los jueves por la noche, las liebres habíamos quedado para salir con
nuestras linternas a explorar el campo en busca de nuevas sensaciones. El buen
tiempo había llegado de un día para otro y, ya se sabe, que cuando la atmósfera
cambia las charlas se vuelven más anodinas y vacías. Y es que el pelo
difícilmente se cambia de un día para otro y, en esta época, a las liebres nos
toca pasar todos un poco más calor del recomendable o arriesgarnos a
pasar frío y pillar un resfriado.
Y así,
hablando del tiempo y de qué ropa era más adecuada para esa ocasión, dejamos
atrás las luces de las farolas y nos adentramos en la oscuridad de la noche sin
pensar que, realmente, las linternas que nos alumbran el camino son a la vez un
reclamo para nuestros enemigos que nos acechan con más facilidad.
A toda cerrera tomamos
rumbo al sur , hacia la
Gran Sierra desde la que se ve el mar. Empezamos pasando por
un sitio en el que había un montón de conejeras enormes de esas en las que
viven los humanos. Es curioso cómo actúan las personas. Antiguamente todo
aquello eran enormes bancales secos y llenos de piedras que no quería nadie
porque había que trabajar mucho para obtener muy poca cosecha. Quiñones, creo
que los llamaban. Pero de un día para otro, la gente empezó a dividir los
grandes bancales haciendo unas eras muy pequeñas rodeadas de alambradas. Al
poco tiempo plantaron alrededor unas plantas muy amargas que no nos gustan ni a
las liebres ni a los conejos. No puedo entender porqué ponen esas vallas si
nunca vamos a entrar a comernos lo que hay dentro porque no nos gusta. Después
construyeron las enormes conejeras y ahora la gente vive allí con unos perros
muy grandes que se pasan el día y la noche ladrándose los unos a los otros. Y
de vez en cuando nos dan unos sustos de muerte cuando pasamos.
Más
adelante llegamos a unas tierras que ahora están muy bien arregladas. El año
pasado plantaron unas cosas gordas y redondas que estaban muy buenas. Este año
están naciendo muchas plantas, pero todavía no se sabe lo que va a salir. Ojala
sea alfalfe, como el que salía antiguamente por el pasico del gato.
Pasamos
cerca de un monte que los humanos están cambiando de sitio poco a poco con unos
carros enormes que hacen mucho ruido. A las liebres no nos gusta acercarnos a
esos sitios porque no hay tierra para hacer una cama y echarse un rato a
descansar y nos da miedo que nos aplaste la rueda negra de uno de esos carros.
De
repente el camino desapareció y tuvimos que seguir por una senda muy estrecha
que al final tiene unos escalones muy empinados. Arriba se veía una cosa alta
muy fea hecha de hierros cruzados. Cuando veo cosas así en sitios tan
inaccesibles siempre pienso en lo mal que lo pasarían las mulas a las que
obligaron los hombres a llevar las cosas hasta esos sitios. Ellos sabrán porqué
lo hacen.
Al otro
lado había otra vez camino y las liebres pudimos volver a correr. Pero
enseguida nos paramos a esperar y reunirnos todos, que la noche es traicionera
y no conviene dejar a nadie rezagado. De noche no vuelan los gavilanes, pero
con el buen tiempo empieza a haber muchos mochuelos dispuestos a comerse una
liebre.
Tuvimos
que cruzar un camino muy ancho con el suelo muy negro pintado de rayas blancas.
Como cuando lo hicieron no pensaron ni en las liebres, ni en los conejos, ni en
los sapos, ni en lo erizos, no hay un sitio para poder pasar por debajo. Pero
las liebres sabemos que por allí pasan muy deprisa carros con dos linternas que
hay que evitar porque te pueden atropellar. Miramos a un lado y a otro y como
no pasaba ninguno cruzamos muy deprisa.
El
camino empezó a empinarse cada vez más. Nos estábamos acercando a la
Gran Sierra y las liebres sudaban y
resoplaban cuesta arriba. Muy pronto el grupo de liebres que habían comido
orejones de Crevillente para cenar tomaron ventaja al resto. Pero, como
siempre, acaba reinando la camaradería y el grupo lebruno se rehace para
recorrer alegremente el camino que bordea la
Gran Sierra hacia el este. No merecía la
pena subir hasta lo más alto porque siendo de noche no íbamos a ver el mar.
El Gran Jabalí. Óleo de Paco Bandera. |
En esto
que andábamos bastante deprisa buscando un sitio en el que comer un rato. Por
un camino muy cerrado entre pinos y coscojas nos dirigíamos en busca del mejor
sitio para descansar cuando de pronto sucedió lo que nadie se esperaba. Un
enorme jabalí negro como la noche apareció de la nada para cruzarse en mi
camino, que en ese momento iba abriendo el grupo. El salvaje marrano andaba
seguramente, lejos de su casa en lo más profundo de la
Gran Sierra , buscando por las viñas que hay
junto al monte, algo de comer que llevar a su familia. Cuando, de repente, vio
aparecer en medio de la noche el fantasmagórico rosario de linternas
brillantes que forman las liebres en sus procesiones nocturnas. Desconcertado y
sin saber a qué atenerse, el cochino echó a correr en dirección a su casa
temeroso de que su familia cayese en manos de aquello, que debía ser la Santa Compaña o algo
peor. Y sin prestar atención a las más elementales normas de la buena conducta ni
de la educación vial, cruzó el camino en dirección al monte como lo que era, un
jabalí, sin ceder el paso a quien venía por su derecha, que era yo. Os podéis
imaginar quien salió perdiendo del encontronazo. Mis magras carnes de liebre se
dieron un trompazo descomunal contra la enorme masa de tocinos, perniles y
solomillos sin elaborar. Sin posibilidad de reaccionar me convertí en la
segunda liebre voladora del grupo junto con la liebre Miguel Lucas. Cuando me
desperté estaba metido en una carrasca varios metros más allá del lugar del
choque, panza arriba y con las patas por delante. La liebre Carpintera también
recibió un buen golpe y las caras de quienes me acompañaban resplandecían
blancas del susto en mitad de la noche. Y el enorme jabalí se había dado a la
fuga sin dejar los datos del seguro y sin rellenar el parte amistoso de
accidente. Ya volveremos a por ti y te haremos embutido para acompañar las
gachasmigas anuales que se celebran en la enorme conejera de la gran liebre
Paco.
Por
suerte, muy gran suerte, no me rompí ningún hueso. Y gracias a la atención y
los cuidados de las otras liebres pude volver a mi cama de liebre por mis
propios medios como cualquier jueves.
Moraleja:
no bastan cinco sentidos para esquivar al peligro, por lo que al monte nunca
saldrás sin la compañía de un amigo.
2 comentarios :
muy buena fabula, liebre arquitecta ,te cojo la palabra para ir a buscar al cochino y zamparnolos junto a todas las demas liebres!!!!saludos desde mi madriguera
El domingo nos hemos acordado de ti, ya que estuvimos jugando, aunque no revolcándonos, con tus entrañables amigos los jabalíes en Sierra Espuña.
Desde luego, ya tienes (tenemos) "más batallitas" para contar a los amigos, parientas, hijos, sobrinos, y "futuros nietos"
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